Mensaje al cardenal Lustiger, arzobispo
de París, con motivo de la muerte de Jerôme Lejeune - 4/4/1994
-
Juan Pablo II
«Yo soy la resurrección y la
vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,
25).
Nos vienen a la mente esas palabras de
Cristo en este momento en que nos hallamos ante la muerte del profesor Jérôme
Lejeune. Si el Padre celestial se lo ha llevado de esta tierra el mismo día de
la resurrección de Cristo, es difícil no ver en esta coincidencia un signo. La
resurrección de Cristo es un gran testimonio de la vida, que es más fuerte que
la muerte. Iluminados por estas palabras del Señor, vemos en toda muerte humana
una participación en la muerte de Cristo y en su resurrección, especialmente
cuando la muerte tiene lugar el mismo día de la Resurrección. Esta muerte
testimonia con mayor fuerza la vida a la que el hombre está llamado en
Jesucristo. Durante toda la vida de nuestro hermano Jérôme, esta llamada
representó una línea directriz. Como sabio biólogo, sintió pasión por la vida.
En su campo fue una de las mayores autoridades mundiales. Diversos organismos lo
invitaban a dar conferencias y le pedían sus consejos. Lo respetaban incluso
quienes no compartían sus convicciones más profundas.
Deseamos agradecer hoy al Creador, «de
quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra», (Ef 3, 15), el
carisma particular del fallecido. Hay que hablar aquí de carisma, porque el
profesor Lejeune supo usar siempre su profundo conocimiento de la vida y de sus
secretos para el verdadero bien del hombre y de la humanidad, y sólo para esto.
Llegó a ser uno de los más ardientes defensores de la vida, especialmente de la
vida de los niños por nacer que, en nuestra civilización contemporánea,
frecuentemente están amenazados, hasta el punto de que se puede pensar en una
amenaza programada. Hoy esta amenaza se extiende igualmente a los ancianos y a
los enfermos. Las instancias humanas, los parlamentos elegidos democráticamente,
se arrogan el derecho de poder decidir quién tiene derecho a vivir y, por el
contrario, a quién se le puede negar, sin que exista una culpa de su parte. De
muchos modos, nuestro siglo ha experimentado este tipo de actitud, sobre todo
durante la segunda guerra mundial, y también después. El profesor Jérôme Lejeune
asumió plenamente la responsabilidad particular del sabio, dispuesto a
convertirse en un signo de contradicción, sin tener en cuenta las presiones
externas ejercidas por la sociedad permisiva ni el ostracismo al que lo habían
condenado.
Nos hallamos hoy ante la muerte de un
gran cristiano del siglo XX, un hombre para el que la defensa de la vida llegó a
ser un apostolado. No cabe duda de que en la situación actual del mundo esta
forma de apostolado de los laicos es muy necesaria. Deseamos agradecer hoy a
Dios, el autor de la vida, todo lo que representó para nosotros el profesor
Lejeune, todo lo que hizo para defender y promover la dignidad de la vida
humana. En particular, quisiera agradecerle el haber tomado la iniciativa de la
creación de la Academia pontificia para la vida. El profesor Lejeune, miembro de
la Academia pontificia de ciencias desde hacía muchos años, preparó todos los
elementos necesarios para esta nueva fundación, cuyo primer presidente fue.
Estamos seguros de que pedirá ahora a la Sabiduría divina por esta institución
tan importante, que le debe en gran parte su existencia.
Cristo dijo: Yo soy la resurrección y la
vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá... Creemos que estas palabras se
han cumplido en la vida y en la muerte de nuestro hermano Jérôme. Que la verdad
sobre la vida sea también fuente de fuerza espiritual para la familia del
fallecido, para la Iglesia en París, para la Iglesia en Francia y para todos
nosotros, a los que el profesor Lejeune ha dejado un testimonio verdaderamente resplandeciente de su
vida como hombre y como cristiano.
Me uno en la oración a todos los que
participan en sus funerales y les envío, por medio del cardenal arzobispo de
París, mi bendición apostólica.
Vaticano, 4 de abril de
1994
Joannes
Paulus pp.
II